todos estamos igual

sábado, 14 de febrero de 2015

La verdad de la ficción

Antojo Filosofía 2 / Soren Kierkegaard: un programa para escuchar clickeando acá


Pensar, comunicar, politizar: como veníamos diciendo, el modelo hegemónico de la filosofía moderna, aún hoy dominante en los ámbitos académicos, tiende a separar lo específico filosófico (presuntamente el pensar) del problema de la comunicación, como si las ideas nacieran enteras en el ámbito de la subjetividad (la mente, el alma, la conciencia, la razón, el intelecto, el entendimiento, según las diversas orientaciones) y la comunicación de ellas fuera un asunto meramente técnico: así, las palabras serían portadoras de una sustancia que ya está hecha, de la que ellas son apenas un vehículo. El centro de irradiación del pensamiento es el sujeto que primero piensa y luego habla o escribe. El género propio de la comunicación pensante sería el tratado teórico sistemático, del cual libros como la Crítica de la Razón Pura, la Fenomenología del Espíritu o la Ciencia de la Lógica serían los grandes exponentes, con un tono discursivo severo e impersonal en el que la Idea o la Razón se moverían como en su elemento, hablando por sí mismas con prescindencia de la mano corporal que las escribe.

Tanto el pensamiento como su comunicación estarían desligados de la praxis política, que sería una instancia ulterior, una aplicación práctica que la teoría podría tener o no tener (esto vale no solo para las vertientes idealistas del subjetivismo moderno sino también para Marx, quien en su célebre Tesis XI sobre Feuerbach opone el interpretar el mundo a la acción de transformarlo en una disyunción excluyente, como si pudiera darse una actitud meramente teórica que no fuera a su vez una praxis; un asunto que consideraré en otro momento).

Esta separación del pensar, el comunicar y el politizar terminó por naturalizarse en las prácticas filosófícas concretas, en las que el profesor de filosofía pasó a ser la figura que la sociedad reconoce como especialista en estos asuntos. Dejó de ser un problema digno de interrogación cuando en la modernidad se puso a la autoconciencia subjetiva como el terreno específico de la especulación filosófica: un ámbito de transparencia que puede fundarse a sí misma, no otra cosa es ese Saber Absoluto que corona la modernidad en el sistema hegeliano. La comunicación no es allí un asunto de importancia porque el pensamiento se las arregla consigo mismo, y el lenguaje y la política son instancias exteriores y contingentes.

Eso no fue así en el inicio socrático-platónico de la filosofía: pensar, comunicar y politizar eran inescindibles. Hablar, dialogar, discutir en el ámbito común de la polis eran la práctica específica de la filosofía. La veracidad (parrhesía) filosófica es una actitud imperiosa porque la existencia humana en la polis está continuamente asediada por la bruma del engaño, el fraude y el error. La vida política se concibió desde el inicio moviéndose en la posibilidad del engaño como en su elemento más habitual. Pensar, comunicar y politizar son parte de un mismo movimiento. Una invención tan singular e inesperada como la metafísica solo se entiende como reconocimiento de la seriedad del asunto. La decisión de Sócrates de hablar, sus palabras ante la acusación de sus adversarios y su actitud frente a la condena de muerte fueron asumidas como la misión ética y discursiva que le cabía ante su comunidad: Sócrates filósofo civil, quien conoce el peso de la palabra dicha y respaldada con su propio cuero, quien por eso mismo habla y no escribe, porque piensa en singular y con los otros, de cuerpo presente. Este drama, la actitud veraz de Sócrates frente a la condena de la polis y ante la muerte impresiona tanto a su discípulo Platón que esto lo lleva a erigir alrededor de la figura de su maestro una República Metafísica, en la que Sócrates habitaría de manera más propia que la Atenas contingente.

Esa veracidad no parece vincularse con la figura moderna del teórico, del escritor de tratados, del profesor a quien resulta imposible imaginar condenado a muerte por su comunidad académica, el ámbito ante quien se hace responsable de sus funciones.

Soren Kierkegaard es un escritor danés, es decir, periférico, que aparece en escena cuando la figura del profesor Hegel y su Sistema del Saber Absoluto se impone en toda Europa. Kierkegaard mira a Hegel, recuerda a Sócrates y reconoce en todo esto un profundo extravío, que roza lo cómico, a pesar (y con motivo) de la solemnidad que reviste el discurso filosófico moderno. Kierkegaard destituye esta figura no con un contraataque teórico, sino con un brusco salto, que cambia el registro de la comunicación y pone en obra el problema. El problema central del pensamiento kierkegaardiano, el problema de la comunicación indirecta, el problema de lo decible y lo indecible, el problema del silencio como algo que forma parte de la misma comunicación, es su aporte crucial a la filosofía contemporánea, lo que lo sitúa en un lugar que ya no es el ámbito de la subjetividad moderna. Por ello, él se permite, y aún se obliga, a ser irónico con Hegel, quien construye un grandioso palacio especulativo de conceptos puros pero en su existencia mundana habita su choza de profesor. La distancia entre palabra y existencia (o hábitat) es el síntoma de este extravío.

En la forma discursiva se juega el poder de la intervención de un pensador sobre la realidad. Hay un rigor en la entonación (Stemning) que se adopta al comunicar. Hay que pensar en la escritura como acto de enunciación, como praxis, con sus posiblidades y sus límites. Hay que romper con la ilusión de que todo puede decirse. Hay que denunciar la posición del que escribe desde una simulada neutralidad que borra las huellas de la enunciación. Hay que pensar en el lector, dirigirse personalmente a cada uno que pueda leer, apelar al poder del lector (su posibilidad), que nunca es un mero “receptáculo” de un saber ya listo y meramente trasmitido. 

Hay que abrir con la escritura una brecha de silencio en la cual el lector pueda habitar y decidir él mismo lo que le concierne como lector. ¿Quién habla en los textos filosóficos y desde dónde habla? ¿Qué puede hacer el que lee con la comunicación que se le dirige? Con Kierkegaard, la filosofía abandona toda ingenuidad en el elemento de la escritura, porque el danés escribe pensando y piensa escribiendo y supone que lo mismo puede hacer el lector: leer pensando y pensar leyendo.

La escritura kierkegaardiana no “representa”, no refleja ni reproduce una verdad, sino que la pone en marcha en concreto en el propio texto. Y la verdad que vive en la escritura tiene el ser de la posibilidad. Kierkegaard distingue la comunicación directa como “comunicación de saber” de la comunicación indirecta como “comunicación de poder”. En la comunicación de saber, impersonal y objetiva, con pretensión científica, “no actúo lo que expongo, no soy lo que digo, no doy a la verdad expuesta la forma más verdadera de ser, existencialmente, lo que digo: yo hablo de ella”. En la comunicación de saber se borra el ser del que escribe y del que lee, en pos de un predominio del objeto acerca del cual se habla. Y se escabulle el ser mismo de la escritura. No se trata de encontrar un tono más o menos personal para dirigirse íntimamente a la persona del lector (aunque esta posibilidad no queda en Kierkegaard descartada), se trata de dejar ser al texto lo que siempre es: posibilidad. Esta es la clave de la comunicación indirecta: Kierkegaard la denomina “comunicación de poder”.

En Punto de vista sobre mi actividad de autor (1847, título original en danés: Om min Forfatter-Virksomhed)) Kierkegaard expone su estrategia "literaria", destinada a instalar decisivamente la cuestión de la verdad en una comunidad que él supone presa de la ilusión (otra vez Sócrates). ¿Cómo se instala lo decisivo? ¿Cómo dirigirse al que se aferra al engaño? ¿Cómo escribirles a los que están consolidados en la ilusión? Estas preguntas están orientadas en Kierkegaard por lo que para él es la cuestión principal: ¿cómo llegar a ser cristiano? Pero si comprendemos bien su problema, vuelve a plantearse la verdad no como un problema gnoseológico sino político, es decir: en tensión con la comunidad a la que pertenece. La filosofía académica se mostró durante mucho tiempo inepta para pensar en el poder del discurso o se inclinó a pensarlo sólo teóricamente, como si la filosofía estuviera condenada de antemano a la academia, al profesorado, al discurso teórico, a la comunicación de saber.

La sorprendente invención de Kierkegaard es un dispositivo de personajes pseudónimos ficticios que encarnan la diversa singularidad y situación de todo pensamiento. Así lo explica: “Mi pseudonimia o polionimia no tiene una razón accidental vinculada a mi persona; corresponde esencialmente a la naturaleza misma de la obra. Las necesidades de la fabulación, la necesidad de seriar psicológicamente los diversos tipos de individualidades, han exigido el recurso al procedimiento poético que dispone de todas las licencias en materia de bien y de mal, de contrición o alegría desbordante, de desesperación o de orgullo, de sufrimiento o de lirismo, etc., licencia que no tiene otro límite que la lógica psicológica de la idea personificada, mientras que ninguna persona verdaderamente real se atrevería ni podría permitirse esta lógica en los límites morales de la realidad. La obra escrita es ciertamente mía, pero sólo en la medida en que he hecho hablar y oír a la individualidad real en su ficción, produciendo ella misma la concepción propia de la vida que representa.”

El salto sorpresivo a esa altura de la modernidad (quizás solo posible a partir de su situación de escritor de la periferia): el hacer hablar y el oír a la singularidad real en su ficción, el desvelar que en toda singularidad y en todo pensar hay una ficción ineludible. Que la realidad de esa ficción se vale del procedimiento poético y restituye al pensamiento la tonalidad de la pasiones (contrición, alegría, desesperación, orgullo, sufrimiento...) que el racionalismo occidental trató de expulsar en pos de una fría contemplación. Y que esa ficción, incluso la ficción del teórico, incluso la del profesor, pueda ser un recurso para instalar la verdad... Una agenda de problemas novísima y casi imposible de asimilarepara el cientificismo del siglo xix. 

¿Y qué es entonces Kierkegaard en caracter de autor? Es decir ¿qué o quién es el autor de este género discursivo en que el pensar se concretiza? O sea: ¿quién piensa?: “Soy de hecho impersonalmente o personalmente en tercera persona un apuntador que ha creado poéticamente a otros que, a su vez, han creado sus prefacios e incluso sus nombres. De tal modo, las obras seudónimas no contienen una sola palabra que me pertenezca. No tengo opinión alguna sobre su contenido sino como tercero, ningún saber de su significación sino como lector”.

No ya el sujeto sino el autor como un tipo especial de lector; o mejor aún: como oyente.

Clickeando acá puede escucharse el Antojo Filosófico 2 en el que conversamos sobre estos temas.